"SUBURBIA SENTIMENTAL"

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(Monólogo Interior)


En las calles donde no había amantes, donde no se hacía el amor; donde sólo se hacía y sólo había hacedores, que miraban cada uno hacia un lado cuando lo hacían, que ni eran tan siquiera en ese momento amadores… En ese lugar vive un indigente.
En esas oscuras callejuelas, oscuras incluso por el día, pasa la gente saturada o demasiado despreocupada; van de arriba a abajo, callados o hablando solos o medio acompañados, y es habitual también oír el sonido de un claxon…

Y por la noche, el silencio… que tan solo suele perturbar un solitario taconeo, una carcajada grotesca y un vidrio que revienta, todo seguido únicamente por su propio eco, que se propaga hasta el final de algún callejón mugriento.

Esa ciudad de grandes edificios, entre los que no se puede ver el amanecer y han hecho olvidar a sus habitantes el lienzo que pinta el Sol al cielo al atardecer, vuelve diáfanos los días y las noches sombrías, que ni las farolas ni el neón alivia. Y tras el crepúsculo, vuelve el cielo a ser completamente azul, de un celeste desconcertante, despejado de nubes blancas de las que se pueda desbordar la imaginación… pero otros días, otros días ni siquiera se ve el cielo porque está nublado; esos días sí que son tristes…

En la metrópolis, no hay vagabundos sin techo, pues por vagar no vagan nada… ¿a dónde van a parar?... Incluso, cuando el día más arde, y el hormigón de las fachadas es más radiante, si uno se fija, ellos están allí, en la calzada en la que el Sol, aún estando en lo más alto, no alcanza; en ese oscuro rincón reposan. Tampoco hay pordioseros; ya hace mucho que ni piden por amor de Dios ni piden dinero.
Nada, ya no mendigan caridad, sólo permanecen, solamente con la mirada perdida, como si no existieran, ven pasar a los peatones que como muchos ni se fijan que ahí están, pero si se fijan, siguen luciendo las últimas galas de sus últimos días, cuando compartían la misma realidad.

Pero no amedrenta eso a los transeúntes que transcurren, aprisa; viandantes que circulan todos juntos, pero no revueltos, como una marabunta, como si no fueran a llegar a su destino; ciudadanos que transitan con largos pasos, que no pasean, porque tienen que llegar a mil lugares distintos.
Pero en mitad de la calle, es imposible siquiera adivinar qué camino les depara; todos llevan anodino el rostro, no hay emoción en su gesto; un exigente programa de una abultada agenda marca la ruta que por el día mantiene a todos, con urgencia, ocupados; un recado innecesario, una compra inoportuna, un trabajo malsano… parece que no van a alcanzar ni el lugar ni el momento, en el que realmente se puedan abarcar sus anhelos.
No hay ni espacio ni tiempo, ni conciencia de ello…

Y por la noche, por la noche son muchos los que frecuentan las barras de los bares… han olvidado y así olvidan la verdad que les rodea…

Y así pasan los días sin querer, cuando la monotonía los hace difíciles de diferenciar y la rutina hace que todos sean el mismo.

Es entonces, cuando uno se detiene en la urbe en mitad de la muchedumbre, y se fija, se fija en las gentes, van y vienen, y uno en medio, sólo se convierte en un obstáculo más para sus ajetreadas vidas; parado solo un instante mirando al infinito… pero nadie se detiene, todos mantienen sus andares, esquivan y siguen su camino…
Es en ese momento  cuando puedes sentir la soledad más desoladora, la que se siente en medio de la multitud desconocida, multitud  que en realidad está formada por personas que viven solas.
Y observas, cómo pasa la gente, tanta gente que mira al frente o al suelo, pero nunca al cielo; nunca hubo nubes ni hubo sueños.
Y durante el día se cruzan miles de personas pero ninguna mirada, y la que se lanza queda suspendida en el aire hasta que por el tráfico de gente es impasiblemente atropellada.

Nadie mendiga, nadie implora; somos todos indigentes, indigentes emocionales en la suburbia sentimental…

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